sábado, 20 de marzo de 2010

200 años construyendo nuestra memoria Por Germán Mejía Pavony

February 18, 2010 en Opinion
Un 20 de julio, hace doscientos años, muchos de los habitantes de Santafé, ciudad que hoy llamamos Bogotá y que en ese entonces era la capital del Virreinato de la Nueva Granada, decidieron que ya no podían esperar más y tomaron la decisión de autogobernarse. Semanas antes, los cartageneros, los caleños, los pamploneses y los socorranos habían hecho lo mismo. Luego de Santafé, provincias como las de Mariquita, Neiva, Popayán, Casanare, Antioquia, Santa Marta y otras más siguieron sus pasos. De esta manera, entre los meses de mayo y septiembre de 1810, lo que antes era un territorio unido bajo la administración monárquica española, estalló en múltiples gobiernos con sus propias jurisdicciones. Los ideales y objetivos de cada una de las Juntas Provinciales de Gobierno que nacieron durante esas semanas fueron, sin embargo, los mismos: la soberanía para autogobernarse, el respeto por los derechos de los habitantes como criterio básico del nuevo pacto social, la representación fundada en las elecciones como mecanismo de participación en el cuerpo político, la federación como solución a la dispersión que resultaba de las autonomías provinciales.

El recuerdo que tenemos de estos hechos básicos son producto, primero, del modo como la celebración de tales acontecimientos cobró forma a partir de la transformación de una fiesta local en nacional; segundo, de la manera como se fue escribiendo la historia de esos sucesos hasta llegar a una versión que se hizo canónica, la que por la imprenta y el aula comenzó a pasar de generación en generación, homogeneizando así un recuerdo que se hizo común: el relato del nacimiento de los colombianos como república democrática y como nación.

La fiesta del 20 de julio nació para los entonces santafereños desde el primer momento. Ya en 1811 lo celebraron con actos religiosos, desfiles militares, bailes y banquetes. Así se hizo igualmente durante los años siguientes, en particular cuando en 1813 Cundinamarca declaró su independencia absoluta de España, pero en 1816 no fue posible hacerlo más porque gobernaban de nuevo autoridades españolas, soportadas por la fuerza de las armas. El año 1820 verá de nuevo a los santafereños, acompañados por los habitantes de las poblaciones cercanas, conmemorar el 20 de julio, y así lo seguirán haciendo hasta que en los años cuarenta del siglo XIX se dieron los primeros intentos por convertir el 20 de julio en una celebración de Estado. Sin embargo, sólo hasta 1873 se logró crear el fundamento jurídico para hacer del 20 de julio un festivo de carácter nacional: la Ley 60 del 8 de mayo de 1873 promulgó un artículo en el que ordena: declárase día festivo para la República el 20 de julio, como aniversario de la Independencia nacional en 1810. A partir de entonces, primero con discontinuidades, pero luego, sin faltar nunca a la cita de la fiesta patria, los colombianos celebraron la fiesta con actos religiosos y literarios, además de los desfiles colegiales con sus bandas de guerra y, por supuesto, las vistosas paradas militares. Los actos y las obras realizadas con motivo del primer centenario de la Independencia, en 1910, dieron particular impulso al modo como los colombianos celebraban ya, en todas partes y de la misma manera, su encuentro anual con el recuerdo: el 20 de julio ya no era un día particular en la historia de los bogotanos sino un símbolo, el del nacimiento del Estado y la Nación colombiana. Así se continuó por decenios durante el siglo XX, pero la crisis de credibilidad que afectó al Estado finalizando el siglo XX, así como la multiplicación de los conflictos sociales, las nuevas ideologías y, no menos importante, una progresiva secularización de la sociedad, afectaron nuestra fiesta cívica. Hoy, nuestra memoria como colombianos apenas logra una débil y somera remembranza de lo sucedido en 1810: el símbolo perdió la fuerza que le otorgaba su significado.

La historia de nuestra Independencia y, con ella, de nuestro nacimiento como democracia y como nación, se fue escribiendo lentamente durante los últimos decenios del siglo XIX y primeros del siglo XX. Fundados en los escritos de los partícipes y en otros documentos tutelares de lo realizado durante esos arduos años iniciales, cobró forma la versión que, madura ya en 1910, interpretó los hechos fundantes desde una óptica obcecadamente centralista: son los hechos de Cundinamarca los importantes porque ellos no contienen el error que cometieron las demás provincias: el federalismo. La desunión, juzgaron estos historiadores y publicistas, fue por ello la ruina de la primera república. Sobre esta premisa se edificó la historiografía que daba razón de los hechos fundantes del Estado y de la Nación, y que a la vez se llenó de silencios, porque desapareció lo sucedido en las provincias, calificó de traidores a los indígenas, negros y otros naturales que defendieron al Consejo de Regencia y al Rey, y se justificaron golpes de Estado y otras acciones que contrariaban el llamado de los pueblos a proteger su propio derecho a la autonomía. Esta historiografía dio forma a nuestra memoria pública y, por ello, otorgó significado al símbolo: el 20 de julio conmemoró, entonces, nuestro nacimiento como Estado que, además de centralista, buscó el modo de borrar las diferencias que nos han caracterizado desde siempre.

Nuestra Constitución, esto es, el pacto social que reescribimos en 1991, nos indica que los valores sobre los cuales edificamos el Estado y nuestra nacionalidad no son hoy los de hace un siglo. Las sociedades son dinámicas y, por lo tanto, la memoria lo es también: lo que sucedió en 1810 no lo podemos cambiar pero sí podemos leer esos acontecimientos desde lo valiosos que son para nosotros hoy. Por ello, el rescate de lo sucedido en las provincias, la valoración positiva de las acciones de todos y no sólo de algunos, el examen de las ideas desde ópticas participativas, en fin, la recuperación de 1810 como el año en que nació nuestra Primera República y no la Patria Boba, es dar un paso hacia la recuperación de nuestra memoria común desde premisas acordes con nuestros tiempos, nuestras necesidades y nuestras aspiraciones. La memoria es siempre actual, aunque esté hecha de sucesos pasados.

El símbolo no tiene por qué ser distinto, pero sí los alcances de su significado. Si el umbral de 1810 nos condujo hacia una república democrática con muchas limitaciones, las transformaciones de fines del siglo XX nos llevaron a enriquecer dicha noción de república y de democracia. Por eso no hay razón para cambiar el 20 de julio de cada año como el día que simboliza nuestra independencia de España e, igualmente importante, nuestro nacimiento como una democracia que hoy puede ser más participativa, más incluyente, más respetuosa de las diferencias y más plural.

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