Gabriel García Marquez
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Lejos del error común de atribuir a la literatura la responsabilidad de recrear fielmente los hechos reales, un investigador propone nuevas perspectivas para abordar la relación entre la obra de García Márquez y la reconstrucción de nuestra historia.
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En las entrevistas que concedió en 1989 con motivo de la publicación de El general en su laberinto, Gabriel García Márquez repitió insistentemente que uno de sus proyectos futuros era el establecimiento de una academia que reescribiera la historia nacional. “Voy a organizar un grupo de historiadores jóvenes, no contaminados”, dijo entonces, “para tratar de escribir la verdadera historia de Colombia (no la historia oficial), para que nos cuenten en un solo tomo cómo es este país y para que el resultado se lea como una novela”.
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Por desgracia, ese proyecto nunca llegó a materializarse, pero hubiera sido un excelente complemento a las dos fundaciones que alcanzó a crear durante su vida, una para enseñar cine en Cuba, y la otra para enseñar periodismo en Cartagena. Sin embargo, esas palabras sirven para poner en evidencia el profundo interés que tuvo García Márquez por la historia colombiana, y para reiterar una de sus principales preocupaciones: que todo lo que nos habían dicho sobre nuestro pasado era mentira o, en el mejor de los casos, estaba manipulado.
Después de pasar años en pugna con los historiadores, García Márquez se enfrentó finalmente a las dificultades del trabajo investigativo cuando escribió El general en su laberinto, pero su opinión sobre este oficio no mejoró. En 1994, en el discurso de entrega de recomendaciones de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, de la que hizo parte, seguía asegurando: “Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia, hecha más para esconder que para clarificar, en la cual se perpetúan vicios originales, se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que nunca merecimos”.
Por su parte, los historiadores también criticarían con dureza su reconstrucción novelada de los últimos meses de Simón Bolívar y su interpretación del proceso de la Independencia. El Bolívar de García Márquez deliraba, soltaba improperios y ventosidades, y despotricaba contra el general Santander y la ciudad de Bogotá en varios apartados de la novela. Por eso, la Academia Colombiana de Historia y los muchos historiadores que llevaban décadas construyendo la imagen marmórea del Libertador se fueron lanza en ristre contra su ligereza investigativa, su libérrima fabulación histórica y sus imprecisiones cronológicas. García Márquez respondió con su única y poderosa arma: la soberanía del novelista para acomodar la historia a su narración.
Pocos años después, Eduardo Posada Carbó también se unió a los detractores del García Márquez con ínfulas de historiador y publicó un ensayo en el que intentaba demostrar que la versión de la masacre de las bananeras contada en Cien años de soledad no se ajusta a lo que realmente había sucedido en el Magdalena en 1928, y que la famosa cifra de 3.000 muertos divulgada en las páginas de la novela no era sino el delirio de un echador de cuentos.
Aunque desde el punto de vista fáctico Posada Carbó tiene razón, lo que él y otros académicos no entendieron fue que las fabulaciones literarias de García Márquez no pueden refutarse con un ejercicio positivista que intente definir qué tanto es cierto o qué tanto es falso en su reconstrucción artística de episodios históricos. Esto sería tan inútil y risible como decir que las pinturas de Botero no sirven para entender a Colombia porque las estadísticas demuestran que la obesidad es menos frecuente de lo que el artista antioqueño pinta.
Para poder valorar el legado de García Márquez a la historia de Colombia debe entenderse que su propósito no fue presentar un relato minucioso sobre nuestro pasado, preciso en los detalles históricos comprobables, sino reordenar literariamente nuestra historia (que sin duda conoció muy bien) con la libertad que permite la creación artística, para presentar una versión valorativa muy propia, que nos sirve para entenderla mejor.
García Márquez perteneció a una generación que aprendió la historia de Colombia en la escuela con el famoso manual de Jesús María Henao y Gerardo Arrubla, libro que desde 1910 se había constituido como “biblia” de la enseñanza de la historia en los colegios, y en el que estaban consignados los hitos de la epopeya nacional con una intención edificante y una orientación conservadora. Y no sería sino hasta la década de los sesenta que la historia, como disciplina investigativa científicamente orientada, habría de empezar a desarrollarse en Colombia.
Además, García Márquez había escuchado desde niño las historias de su abuelo sobre la masacre de las bananeras y las guerras civiles en las que había participado, y la distancia que encontró entre estas y lo que decían los libros de textos era abismal. La incoherencia entre la historia escrita y la real se hizo más evidente para él durante sus años de bachillerato en el internado de Zipaquirá, donde descubriría el marxismo justamente de la mano de sus profesores de historia.
Por todo esto, es comprensible que García Márquez tuviera la historiografía nacional en tan baja estima y que dedicara buena parte de su creación literaria a intentar una reescritura de esta a través de los poderes evocadores de la imaginación literaria. O, como diría el narrador de “Los funerales de la Mamá Grande”, que se decidiera a contar nuestra historia “antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores”.
1. Una nueva versión de las bananeras
Desde su primera novela, La hojarasca, de 1955, García Márquez trató los temas del pasado que le habían intrigado desde niño, y el primer “demonio histórico” al que habría de enfrentarse no podía ser otro que el de las bananeras, ese mundo que lo rodeó desde su nacimiento y en medio del cual vivió sus experiencias infantiles, que para él fueron las definitivas de su vida como escritor. Al abordar las bananeras, García Márquez no se concentró únicamente en la huelga y la masacre que ocurrieron en 1928 cerca de su natal Aracataca, sino en todo lo que significó para el Caribe colombiano la presencia de la compañía estadounidense United Fruit desde comienzos del siglo xx en nuestro territorio.
Si bien lo que más se ha resaltado sobre García Márquez y las bananeras ha sido el episodio de la huelga y la masacre en Cien años de soledad, lo cierto es que en esta novela, así como en La hojarasca, se encuentra una descripción completa de lo que significó para la sociedad caribeña vivir bajo el imperio de la “Mamita Yunai”. Por eso es que el trabajo de García Márquez sobre las bananeras no puede reducirse a un ejercicio de crónica roja que reporta el número de muertos de la masacre; su visión es la de un sociólogo y un historiador que busca entender lo que significó para sus coterráneos vivir bajo la bonanza del oro verde y morir bajo la metralla del ejército nacional.
Al estudiar su reescritura literaria de la historia bananera, es evidente que García Márquez se distancia claramente de la visión que atribuye a la llegada de la United Fruit un carácter modernizador que posibilitó la creación de riqueza tanto para los extranjeros como para los nacionales. Por el contrario, en sus novelas lo más parecido a la compañía no es el progreso, sino la peste. En sus novelas, los gringos no solo alteran el curso de los ríos, el ciclo de las lluvias y la estabilidad de las familias, sino que traen a los pueblos una ética facilista y derrochadora que es la verdadera tragedia de su legado.
En La hojarasca, el coronel lo pone en términos claros: “A la hojarasca la habían enseñado a ser impaciente; a no creer en el pasado ni en el futuro. Le habían enseñado a creer en el momento actual y a saciar en él la voracidad de sus apetitos”.
Pese a que la producción bananera en el Caribe colombiano alcanzó a ser fuente de ingreso para muchos trabajadores que migraron hacia la región durante la primera mitad del siglo xx, y a que todavía hoy se encuentran en Ciénaga y Santa Marta nostálgicos descendientes de las familias que se enriquecieron con los auxilios de la United, la valoración de García Márquez sobre el legado de la compañía siempre fue negativa. En su literatura, el esplendor de las bananeras es el mismo esplendor de las bonanzas que ha tenido el continente desde la llegada de los españoles: el oro, la plata, el caucho, el azúcar; y cuya historia siempre es la misma: con el auge de la producción viene el sentimiento de prosperidad y el derroche de las riquezas, pero después solo quedan los cascarones abandonados que deja el ventarrón engañoso del progreso capitalista.
En Cien años de soledad únicamente el coronel Aureliano Buendía es capaz de darse cuenta de las consecuencias que puede tener “invitar un gringo a comer guineo”, mientras que el resto del pueblo no dejaba de asombrarse por “tantas y tan maravillosas invenciones” que llegan con los norteamericanos. En la misma línea del pensamiento antimperialista desarrollado por muchos escritores de los años sesenta, García Márquez –un devoto seguidor de la revolución cubana y un creyente en el socialismo a la vuelta de la esquina– solo podía ver en la “inversión” norteamericana la explotación destructora y una riqueza momentánea cuyo reverso perdurable era la miseria.
De ahí que, tal como lo enuncia el marxismo clásico, los únicos que para él podían cambiar ese estado de cosas eran los trabajadores, quienes se van a la huelga en Macondo con una claridad política y una conciencia de lucha de las que carecen todos los demás habitantes del pueblo. No obstante, la huelga es reprimida de manera brutal porque la compañía está asociada con el gobierno y el ejército para acabar con cualquier indicio de revolución, y el resultado de este episodio es un tren de 120 vagones cargados de muertos que serán arrojados al mar como banano de rechazo.
Para García Márquez, la masacre de las bananeras constituye el punto de no retorno en la historia colombiana. Si se sigue la historia de Macondo como una alegoría de la propia Colombia es muy diciente que no hayan sido las guerras civiles ni la violencia política las que acabaran con el pueblo alguna vez paradisíaco, sino la masacre bananera. En la versión de García Márquez el punto de inflexión, el momento en que realmente se jodió todo, fue cuando el poder económico norteamericano se impuso a sangre y fuego sobre Macondo y sobre Colombia. Después de esto, solo podía venir una larga decadencia hasta la extinción final.
Si bien la recreación literaria que hace García Márquez de las bananeras deja muchas cosas al margen y está orientada ideológicamente hacia una interpretación particular (lo mismo que el trabajo de muchos historiadores), sin duda influenció la historiografía colombiana como ninguna obra literaria lo ha hecho. Tras la publicación de Cien años de soledad en 1967 (apenas dos años después de que se fundara el Departamento de Historia de la Universidad Nacional), el episodio de la huelga y la masacre de las bananeras salió de un mutismo de décadas y se convirtió en un tema de interés para nuevos investigadores. Hoy tenemos una visión mucho más clara de la historia bananera de nuestro país en gran parte gracias al impulso que le dio a la investigación la inolvidable novela de García Márquez.
2. Las guerras de la memoria
Otro gran tema histórico abordado por García Márquez en varias de sus obras es el de las guerras civiles entre conservadores y liberales que sacudieron a Colombia durante buena parte del siglo XIX. Las narraciones de estos episodios las escuchó el joven Gabito desde su más temprana infancia ya que su abuelo materno, el coronel Nicolás Márquez, había hecho parte de las tropas liberales que pelearon la Guerra de los Mil Días entre 1899 y 1902.
En los comienzos del Macondo de Cien años de soledad, la vida política no parece tener mayores contratiempos durante el lapso en que reina en el pueblo la organización comunitaria dirigida por el patriarca José Arcadio Buendía. En la visión de García Márquez la Arcadia feliz parece ser el producto de la dirección de un hombre fuerte que la encamina hacia un régimen igualitario y humanista. Por eso no es de extrañar que García Márquez hubiera sentido tanta simpatía por regímenes dictatoriales, pero socialmente incluyentes, como los de Omar Torrijos en Panamá o Fidel Castro en Cuba.
Pero este equilibrio social se rompe por la llegada del poder estatal a Macondo y por la aparición de una de las peores pestes de la novela: la política. Es con ella que llegan las disposiciones arbitrarias sobre cómo se deben pintar las casas, así como los fraudes en las elecciones. Justamente del fraude orquestado por Apolinar Moscote, el corregidor de Macondo, nace la semilla de rebelión que comandará el coronel Aureliano Buendía.
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En la obra de García Márquez esta rebelión no parece estar fundamentada en las grandes aspiraciones ideológicas de los bandos conservadores o liberales, sino en las pasiones humanas más básicas. Después de ser víctimas del tradicional fraude electoral que aseguraba el mantenimiento del régimen conservador en Macondo, los habitantes del pueblo parecen más preocupados porque no les restituyeron los cuchillos de cocina incautados para garantizar la paz que por la trampa a la que habían sido sometidos. De igual modo, se hace evidente para el lector que Aureliano Buendía se va a la guerra sin saber muy bien por qué lo hace, impulsado vagamente por la rabia ante la muerte de su esposa Remedios y porque “los conservadores son unos tramposos”. Él mismo reconoce, después de muchos años combatiendo el régimen conservador, que no había peleado más que por orgullo y no por la gloria de ningún partido político.
Alejándose de la tradicional interpretación histórica que ha mostrado las guerras civiles del siglo xix colombiano como una confrontación ideológica entre dos partidos y sus seguidores por asuntos como el gobierno centralista o federalista, la educación laica o confesional, y el proteccionismo comercial o el libre cambio, Cien años de soledad presenta las guerras civiles con una perspectiva que podría llamarse “microhistórica”, desde el punto de vista de los protagonistas de provincia que se ven atrapados en ellas. Para estos, no existen grandes postulados filosóficos ni mucho menos comunicación con los ideólogos de la capital, y solo parece existir la afiliación inmediata a alguno de los bandos dependiendo de los vaivenes de la política local y una justificación tan incierta como el deseo de implantar el “amor libre” del lado liberal o la defensa de la fe del lado conservador.
A diferencia de lo que se podría pensar por haber sido nieto de un dirigente liberal, en García Márquez no se percibe una simpatía particular por este partido. En Cien años de soledad el gobierno de Arcadio, el sobrino del coronel, es tan despótico y tiránico como el del conservador Moscote. Al final, García Márquez borra el engaño legendario de las diferencias entre los partidos colombianos con la lapidaria sentencia del coronel Buendía: “La única diferencia actual entre liberales y conservadores es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho”.
Por eso, una vez la guerra le ha escarmentado, el coronel Aureliano Buendía entiende que el enemigo a vencer para alcanzar sus íntimas aspiraciones de justicia es el propio sistema bipartidista. Para ello encuentra un aliado perteneciente justamente al bando contrario, el general conservador José Raquel Moncada, con el que llega incluso a “pensar en la posibilidad de coordinar a los elementos populares de ambos partidos para liquidar la influencia de los militares y los políticos profesionales, e instaurar un régimen humanitario que aprovechara lo mejor de cada doctrina”.
En las guerras civiles garciamarqueanas no se cuenta la historia de una revolución fallida o de un oprobioso gobierno conservador que se tomó al país para sumirlo en la miseria. Más bien, se percibe en ellas un sentimiento de inutilidad sin límites y de profunda degradación humana. Para García Márquez nuestros errores históricos no han sido producto de la victoria de tal o cual partido, sino de la misma terquedad política que nos ha enfrentado inveteradamente y nos ha impedido construir un país cimentado en un sentimiento tan básico como la solidaridad.
3. En los terrenos de los historiadores
En las últimas décadas de su producción novelesca, García Márquez volvió a tratar temas históricos, y esta vez lo hizo de un modo mucho más cercano al tradicional modelo de la novela histórica decimonónica. Es decir, se alejó de las herramientas narrativas propias del “realismo mágico” y contó historias ambientadas en el pasado con el respaldo de una investigación historiográfica minuciosa. Y los temas que escogió no podían ser más controversiales para la mentalidad pacata y retardataria del país: por un lado, la organización jerárquica en la Cartagena colonial, en Del amor y otros demonios, de 1994, y por otro, la Independencia y la vida de Simón Bolívar, en El general en su laberinto, de 1989.
En Del amor y otros demonios, García Márquez narró la Cartagena del siglo XVIII a través de la historia de una niña condenada a ser exorcizada por la mordedura de un perro rabioso. La que después se convierte en una historia de amor imposible entre el sacerdote encargado de realizar el exorcismo y la niña es al mismo tiempo una novela que esconde una crítica feroz contra la rígida estructura social cartagenera y, de paso, contra la versión de las jerarquías sociales durante la Colonia que nos ha mostrado la historiografía tradicional.
En lugar de presentar la vida cartagenera como una férrea estructura diferenciada racialmente y controlada por la Iglesia y el gobierno virreinal, García Márquez muestra en esta novela los constantes conflictos entre los poderes políticos y religiosos del virreinato, y una sociedad poderosamente permeada por la influencia de los esclavos africanos. En efecto, la sociedad en Del amor y otros demonios se parece menos a la tradicional pirámide social de los libros de texto, con los españoles en la cúspide y los esclavos en la base, y más a un crisol en el que blancos, criollos y negros mezclan sus cuerpos y sus creencias en una sociedad que tiene tanto de cristiana como de hereje.
Pocos años antes, en El general en su laberinto, García Márquez también se había ido contra la interpretación tradicional de la historia del Libertador y el proceso de Independencia de Colombia. En primer término, el novelista buscó en este libro restituir a Bolívar su carácter caribe y alejarlo definitivamente de la imagen de facciones romanas con que los niños de toda América lo han conocido. Para hacerlo, puso en su boca palabras propias de las costas venezolanas y en sus cabellos y piel las características de aquel que ha nacido junto al mar. Es decir, para escándalo de los bienintencionados historiadores andinos, García Márquez presentó un Bolívar costeño, como a pocos de ellos se les había ocurrido imaginarlo.
En El general en su laberinto el tema recurrente es la obsesión de Bolívar por la unidad de la América española; y, de cierta manera, la novela fue una apuesta política de García Márquez por demostrar la validez de ese propósito. Por esa razón, aunque en todos los demás aspectos de su vida el Bolívar de García Márquez parece un perro apaleado camino a la muerte segura, su voz y sus fuerzas vuelven a resonar como en sus días de gloria cuando habla del nunca abandonado propósito de unión continental.
Pero en la novela también se pone en evidencia por qué este sueño no fue cumplido: la ceguera de los caudillos locales para entender la trascendencia de apostarle a una patria más grande que la de sus mezquinos intereses impidió que América entrara con fuerza al concierto de las nuevas naciones. Y uno de los que más hizo para destruir este sueño fue precisamente el general Francisco de Paula Santander, a quien el narrador de El general en su laberinto reconoce como segundo hombre de la Independencia, pero a quien se le llama en varios momentos de la novela “cruel”, “formalista”, “avaro”, “cicatero” y hasta “truchimán”. Al parecer, García Márquez quiso concentrar en Santander todas las características que le parecían más propias de la Colombia ceremoniosa y leguleya que él ha criticado y a la que, según se dice en la novela, Santander “impuso para siempre el sello de su espíritu formalista y conservador”.
También la novela sirvió para replantear un extendido lugar común de las academias según el cual Santander fue el padre del partido liberal colombiano, mientras que fueron los allegados a Simón Bolívar los encargados de transmitir el espíritu que habría de resultar en la fundación del partido conservador, casi veinte años después de la muerte del Libertador. Además de espetarle sin miramientos el calificativo de “conservador” a Santander en el fragmento antes citado, García Márquez muestra en El general en su laberinto a un Bolívar indignado por la ligereza con la que sus oponentes se autodenominan liberales: “No sé de dónde se arrogaron los demagogos el derecho de llamarse liberales”, dijo. “Se robaron la palabra, ni más ni menos, como se roban todo lo que les cae en las manos... La verdad es que aquí no hay más partidos que el de los que están conmigo y el de los que están contra mí, y usted lo sabe mejor que nadie. Y aunque no lo crean, nadie es más liberal que yo”.
Al igual que su abuelo, para García Márquez el liberal era el único partido en Colombia que había estado cerca de ser realmente revolucionario, y por tal motivo su único padre fundador solo hubiera podido ser el “más liberal de todos”, el revolucionario por excelencia: ese Simón Bolívar de El general en su laberinto, nacionalista fervoroso, enemigo de los Estados Unidos y luchador incansable por la unión latinoamericana.
4. Una nueva geofrafía, una nueva cronología
Sin duda, uno de los aspectos en que García Márquez más hizo por repensar la historia del país fue en la manera en que reorganizó en sus novelas la geografía y la cronología del país. Para el colombiano típico que estudió geografía en el colegio, con aquellos mapas amarillentos en los que la mitad de los niños de Colombia no podían encontrar su pueblo, el país que aparece en las novelas de García Márquez representa todo un reto.
Para empezar, en García Márquez el Caribe es el lugar por excelencia donde se desarrollan sus historias, y la fría y distante capital suele aparecer solamente como una brumosa ciudad perdida entre páramos amarillos, en la que solo existen fantasmagóricas apariciones. Es decir, en sus novelas el Caribe es el centro y Bogotá es la periferia, justamente lo contrario a lo que enseñó la geografía colombiana durante siglos.
En ese reordenamiento del país, lo que está más cerca de Colombia no es la capital sino los otros países del Caribe, hasta donde se va el mismísimo coronel Aureliano Buendía a promover levantamientos que acaben con los regímenes conservadores en todo el continente. La Colombia de García Márquez es un país caribeño, más volcado a lo que pasa en la inmensa extensión del mar que a lo que se decide en las frías calles capitalinas, y con una costa gigantesca por la que entra la variedad ilimitada del ancho mundo que los Andes desconocen.
Tal vez la organización espacial que mejor resume la visión geográfica de Colombia que se encuentra en la literatura de García Márquez es el país de fábula de El otoño del patriarca. Ese país se debate entre una dura región montañosa (de allí dicen que viene el dictador de la novela, de quien “se pensaba que era un hombre de los páramos por su apetito desmesurado de poder, [y] por la naturaleza de su gobierno”) y una ciudad capital que está al lado del mar y desde la cual se ve la inmensidad del Caribe, en donde acechan al mismo tiempo las carabelas españolas de Cristóbal Colón y los navíos estadounidenses que termina por llevarse el mar.
Precisamente esta imagen es un ejemplo perfecto de cómo García Márquez también reordenó la cronología histórica para hacer simultáneos tiempos que tradicionalmente se habían pensado como sucesivos. Así como los manuscritos de Melquíades, en Cien años de soledad, están escritos de tal manera que cuentan los muchos episodios de la historia de la familia Buendía y Macondo coexistiendo en un mismo instante, así también el tiempo histórico en las narraciones de García Márquez sufre las más extrañas mutaciones para presentar sucesos históricos distantes condensados en un mismo tiempo reconcentrado.
Así como su denuncia del imperialismo en El otoño del patriarca lo lleva a escenificar la invasión española como contemporánea de la invasión estadounidense hasta volverlas casi una sola, así mismo sus narraciones de las guerras civiles en El amor en los tiempos del cólera se combinan hasta crear la impresión de una sola guerra, siempre la misma, que se extiende indefinidamente y sirve de telón de fondo al resto de la historia.
En García Márquez el tiempo se dobla y se astilla, se hace más lento o circular, como si se tratara de un experimento mental de Albert Einstein. Por eso pueden quedar cuartos en la mansión de los Buendía en los que el tiempo no transcurre y por ende no hay desgaste ni ruina, o pueden repetirse nombres y sucesos en la misma familia como si la historia no fuera más que una inagotable rueda de repeticiones exasperantes.
La idea de una historia circular o de tiempos simultáneos no es extraña para nosotros pues desde los griegos hasta Nietzsche se ha especulado sobre la posibilidad de un eterno retorno. Además, en la posmodernidad se ha cuestionado con fuerza la idea de un progreso lineal y sostenido del tiempo como única opción del desarrollo de la historia.
En García Márquez, así como en otros escritores de la generación del Boom, este reordenamiento del tiempo fue la manera de inscribir a la propia Latinoamérica dentro de una historia universal que todavía la veía como una hermana menor que había llegado tarde al proceso de la modernidad. Por el contrario, las libertades de la nueva narrativa latinoamericana lo que hicieron fue tratar de demostrar que todos los tiempos podían convivir en este continente, y que éramos más que ciclistas rezagados en la carrera de la historia.
Pero en la lectura que hace García Márquez de la historia colombiana esta relativización del tiempo también tiene un carácter negativo, porque sirve como denuncia del quietismo que ha caracterizado el proceso histórico de nuestro país. En el país de las novelas de García Márquez el tiempo no parece transcurrir, y si lo hace, gira en círculo y los protagonistas son recurrentemente víctimas de las mismas tentativas imperialistas o vuelven a caer en las mismas ingenuidades históricas. Por eso Juvenal Urbino, de El amor en los tiempos del cólera, puede decir al momento del cambio de siglo: “El siglo xix termina para todos menos para nosotros”. El Simón Bolívar de El general en su laberintole puede pedir a un francés que lo importuna en una cena: “Déjenos hacer en paz nuestra Edad Media”. O la Úrsula Iguarán de Cien años de soledad llega a gritar: “Esto ya me lo sé de memoria, es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio”.
Para García Márquez el tiempo que no avanza y parece devolverse o estancarse es una de las tragedias más grandes de nuestra historia. Por eso, la única solución posible para esta eterna repetición de lo mismo, para esta delirante espiral de violencia, inconsciencia y trágicos errores, solo puede ser el revolucionario viento que arranca de cuajo las anquilosadas estructuras de Macondo. Solo entonces el viejo universo de ciclos sucesivos terminaría y una nueva historia podría comenzar.
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Tomado de:
http://www.elmalpensante.com/articulo/3108/garcia_marquez_y_la_historia_de_colombia
Maravilloso artículo. Muchas gracias!
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