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lunes, 7 de noviembre de 2011

Del esplendor al ocaso. Historia estancada en el Magdalena: Honda. Por: Alfredo Molano Jimeno / amolano@elespectador.com

Opinión |6 Nov 2011 - 10:00 pm

Don Pablo es un pescador que se para sobre la orilla donde Quebrada Seca desemboca en el Magdalena. Pesca con nailon y anzuelo, como lo hizo su padre y también su abuelo. Como ellos, don Pablo cree en el Mohán, dice que es un hombre peludo que sale y se posa sobre la piedra La Francia, una roca que aparece cuando el río está bajo y la cual, dicen, estuvo en la margen derecha pero hoy se encuentra al borde izquierdo.

La pesca, que es el origen mismo de los pobladores de Honda, ya no es la de otros tiempos. Dicen que antes se sacaban 18 mil toneladas de picuros o viudos, pero hoy —lamenta don Pablo— apenas se sacan 700, y sigue su camino río abajo. Cuando los españoles llegaron a estas tierras, algunos encabezados por Gonzalo Jiménez de Quesada, otros por Sebastián de Belalcázar y otros más por Nicolás de Federmán, en la primera mitad del siglo XVI, estaban pobladas por tribus ondaimas —de quienes proviene el nombre— y gualíes, que descienden de los caribes, indígenas bravos que dieron la pelea y se opusieron al proyecto colonizador. Sobre el punto en el que años después se erigió una villa, los nativos habían levantado un pequeño poblado. Una falla geológica que desde entonces se conoce como El Salto, sobre el río Grande de la Magdalena, como se llamaba en tiempos coloniales, era la imperfección perfecta para que la vida brotara.

Honda cumplió los requisitos y se fundaron los puertos españoles que comunicaban al mar Caribe y Europa con el interior, con Santafé. Poco a poco se convirtió en el segundo puerto del virreinato de la Nueva Granada, después de Bocas de Ceniza. Por el río de la Magdalena bajaba y subía toda la mercancía de la economía colonial. El oro de Antioquia, el café de Santander y del Tolima, la plata de Mariquita, el tabaco de Ambalema y, por supuesto, todos los artículos suntuosos que venían de Europa. El río Grande de la Magdalena se convirtió así en la espina dorsal de la conquista y la colonia. De junio de 1539 data el descubrimiento del lugar de Honda. Con los años, este pequeño poblado fue creciendo, cobrando importancia y, bajo el protectorado de la Compañía de Jesús, reclamando el título de villa. En Mariquita se construyó la mina de plata más grande del Nuevo Reino y en Honda se instaló el estanco de tabaco, que a lo largo del siglo XVIII se convirtió en el principal producto de exportación de la Colonia. Entonces vinieron años de esplendor. El oro circulaba. Las manufacturas de la burguesía europea se veían. La prosperidad de la villa crecía. Conventos, escuelas, hospitales y teatros, hoy en ruinas, se construyeron rápidamente.

En el siglo XVIII, las promesas de la ilustración y el poderío económico de la región incubaron una sociedad preparada para recibir la República. El sabio Mutis estableció la casa de la Expedición Botánica en Mariquita. Bolívar, Sucre y Nariño cruzaron las empedradas calles de Honda y la independencia finalmente se dio. Entre tanto, la industrialización no se hizo esperar y silenciosamente echó raíces. Los barcos de vapor trajeron, cada vez con más frecuencia, el concreto, los puentes, las compañías gringas, británicas, francesas y alemanas. El puerto de Arranca Plumas se construyó; la plaza de mercado, una reliquia arquitectónica, hervía los domingos. El puente Navarro, construido por la misma empresa que hizo el Golden Gate en San Francisco, fue instalado sobre el Magdalena en 1894-1898. Cinco teatros, trilladoras de café que bajaban por el cable aéreo entre Manizales y Mariquita, el ferrocarril que iba hacia la costa ya rugía desenfrenado. Honda era una ciudad moderna, de familias comerciantes adineradas: los Samper, los López, los Owen. La casa de los López Pumarejo, en donde nació Alfonso, el dos veces presidente (en 1934 y 1949), queda frente a la Alcaldía y el río Gualí.

Pero “nada dura para siempre”, como dice la canción, y el comercio por el río Magdalena fue asesinado por el hierro de los rieles. La pesca fue cayendo, los precios del tabaco también, el café no volvió a pasar y del oro no se volvió a tener noticia. Las enormes casonas coloniales y los esbeltos edificios republicanos se agrietaron. Los teatros se arruinaron, las trilladoras se cubrieron de óxido y las tablas del puente Navarro se convirtieron en trampas mortales. La glorieta que conduce a las carreteras que van a la costa, Medellín, el Eje Cafetero y Cali se convirtió en el único sitio que transportadores y turistas frecuentan del viejo y alguna vez espléndido San Bartolomé de las Palmas de Honda. Hoy la gente se pregunta en qué momento ésta, la capital de la República Independiente de Mariquita, perdió su lugar en la historia. ¿Por qué la manigua se comió los rieles? ¿Por qué los teatros se entregaron a los ratones? ¿Por qué los aviones nunca volvieron a aterrizar y los barcos nunca volvieron a romper el Magdalena, el río Grande de la Magdalena, la razón de vida de este puerto estancado a su orilla?

Como don Pablo, el pescador que espera a que el Mohán proteja su subienda, don Juan de Dios, un ebanista, un carpintero, un reparador de instrumentos que afirma tener 90 años pero va para los cien, espera maldiciendo en voz baja, en un rincón de la plaza de mercado, a que la historia y el río de esta capital oxidada retomen su caudal.

Alfredo Molano Jimeno / amolano@elespectador.com | Elespectador.com



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