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jueves, 14 de marzo de 2013

Honda y Guaduas del libro "Veinte meses en los Andes" de Holton, Isaac Farewell, 1912-

Después del desayuno empezamos el ascenso lentamente y llegamos a Las Cruces, donde un viajero con más experiencia se hubiera detenido a desayunar mucho mejor que yo, solo que habría perdido dos o tres horas. Además en las posadas de los caminos se corre siempre el riesgo de encontrar una despensa pobre, con el agravante de una mala cocina. Preparar uno mismo la comida es muy aburrido, pero comer en las casas del camino es incómodo, demorado y caro. El ideal para el viajero sería que inventaran la forma de hacer galletas de carne o carne deshidratada. Por ahora mi consejo es que la persona que vaya a viajar de Honda a Bogotá consiga antes de salir provisiones para cuatro días, llevando de todo menos azúcar, chocolate y agua.
Después de salir de Las Cruces el camino es casi plano durante un trayecto bastante largo y entonces decidí entregarle la mula a Gregorio para sentirme más libre. Caminando pasé debajo de una enredadera bignoniácea, llena de flores moradas, que me encantaría ver en Nueva York.
Encontré también una planta de hojas tiesas y espinosas, parecidas a las de la pita. Las hojas de adentro son rojas y rodean un manojo de flores de seis pulgadas de diámetro que se convierten luego en numerosas frutas del tamaño de un dedo. Se llaman piñuelas, son de las más deliciosas que se dan en el país y de las más dulces del mundo, pero al mismo tiempo tienen un sabor ácido muy agradable. La piñuela tiene el inconveniente de que hay que pelarla y las manos quedan pegajosas, además tiene demasiadas semillas. El nombre científico es Bromelia Karatas y dicen que sus semillas fueron originalmente la medida del quilate de oro. La planta forma cercos prácticamente impenetrables y abrirse camino con el machete hasta el centro de ella, donde están las frutas, desanima a cualquiera. Para cogerlas, los muchachos a veces cavan unas especies de trincheras de seis y ocho pies de largo para arrastrarse debajo de las hojas, proeza que me pareció digna del Barón Trenck. Hay otra especie de la misma familia que da frutas tan ácidas que ampollan los labios, pero no le sé el nombre, y en las Indias Occidentales conocí otra especie, laBromelia Pinguin, cuyas flores crecen en espiga y no en la base de las hojas. Después vi una acedera que me hizo recordar nostálgicamente a mi patria.

Empezamos luego a ascender más rápidamente y la vista desde las montañas era imponente. Por primera vez desde que salí de Nueva York pude darme el lujo de tomar agua fría. Por fin terminamos el ascenso del día, momento tan temido como esperado, y allí estábamos en el Alto del Sargento, a 4.597 pies sobre el nivel del mar. Honda, a 718 pies, está 3.879 pies más abajo, y para llegar a Guaduas hay que bajar 1.000 por una serranía que tapa la vista del Magdalena. Despedirme de mi tierra no me costó ni una lágrima; más me afligió ver desaparecer, en el crepúsculo, el mástil del barco que me trajo a la Nueva Granada, y todavía más perder de vista las chimeneas del vapor del Magdalena en una vuelta del río; pero ahora estaba a punto de cortar el último eslabón que me unía a todo lo que más apreciaba en la vida. Me bajé de la mula y contemplé el inmenso valle a mis pies. El río serpenteante y de aguas cobrizas se veía tan nítidamente que si hubiera habido un vapor, desde este sitio lo habría podido ver avanzar durante dos días seguidos sin perderlo de vista ni por media hora.
Por todas partes había selva virgen, exactamente como cuando llegaron los primeros conquistadores. ¡Cuánta riqueza vegetal, para no hablar de mineral, ha quedado inexplorada por más de trescientos años! ¿Y cuánto tiempo habrá que esperar para que alguna industria progresista envíe maderas valiosas por el Magdalena y se empiecen a sembrar naranjales y platanales en las laderas? En la distancia se veía una colina suave toda cubierta de selva primigenia. Posiblemente nadie había bebido las aguas de sus manantiales, ni nadie había aprovechado el arroyo que corre a sus pies, tan propio para mover un molino.
En ese momento me sentí como en el umbral del destino, sin saber qué me depararía el futuro y me pregunté cuántas alegrías y tristezas habría en mi pecho cuando volviera a este punto, de regreso a la patria, y mirara el río por el que tendría que recorrer seiscientas millas para llegar de nuevo al hogar. Sentí la incertidumbre de no saber si sobreviviría a los peligros del camino, los precipicios, las culebras escondidas, y sobre todo no tenía la certeza de poder resistir la seducción de los vicios sajones y no sajones que tan a menudo llevan a su perdición al cuerpo y al carácter.
Tiempo después (1), queriendo contemplar el paisaje de nuevo, regresé al mismo sitio pero todo estaba nublado, y bajo las nubes, en el valle, había dos bandos hostiles esperando enfrentarse en conflicto mortal para decidir quién controlaría el Magdalena, y en ese momento el temor ante el futuro distante y desconocido se trocó en ansiedad por el presente.
Una de las cosas que más le gusta exagerar a la gente es el peligro. En esa ocasión me encontré con un soldado que me aseguré que cuando él desertó los ejércitos estaban a punto de abrir fuego, y viendo que esa noticia no me hacía mella, agregó que era imposible pasar por Honda y que ni en Pescaderías ni en La Vuelta se conseguía un bocado de comida. Definitivamente esto era menos malo que le dieran a uno un tiro, pero también más probable y, por consiguiente, una posibilidad más grave; pero como estaba decidido a seguir mi camino, compré una gallina viva y el peón consiguió medio pescado seco en una casa por la que pasamos; los amarramos encima del equipaje y seguimos adelante. Llegamos a Pescaderías en el momento en que caía la defensa de Honda y las tropas de Melo entraban victoriosas a la ciudad. En vez de balas que me pasaran silbando, lo único que me ocurrió fue tener que quedarme toda la noche en la margen oriental del río y ayunar durante veinticuatro horas.
Dejando atrás el Magdalena encontré el mejor remedio para mis sombrías meditaciones al contemplar no ya otra inmensa selva sino un valle risueño sembrado de pastos, caña y maíz, salpicado de casitas y de árboles frutales, y en la distancia, hacia el oriente, una población grande, con calles empedradas, llenas de gente y a todo el frente mío la fachada blanqueada de la iglesia. Era el valle de Guaduas, un paraíso en cuanto a temperatura y fertilidad, donde se desconocen el calor y el frío, pues el termómetro marca siempre entre 70º y 76º. Dicen que el clima es malsano por ser húmedo, pero lo dudo, me parece que es pura imaginación.
Me detuve en uno de los ranchos del camino y pedí agua a una mujer que estaba sentada en un asiento bajito, tejiendo un sombrero de paja y con una niñita al pie. Me ofrecieron dulce, que no acepté, pero me quedé conversando con ellas hasta que me alcanzó el peón y seguimos bajando al valle. En este hacía rato que llovía y pronto nos alcanzó la lluvia. Nos refugiamos en una choza abandonada donde vi una amarilis florecida muy hermosa, quizá una planta de jardín que había regresado a su estado salvaje. Saqué mi encauchado y mi escopeta y descubrí una mala pasada que me había jugado Gregorio, quien decidió hacer negocio trayendo algunos de los pescados secos de Honda, y viendo que mis cargas no estaban muy pesadas los colocó encima, precisamente sobre una de mis cobijas, de manera que cuando llovió y se mojó el pescado, la cobija quedó impregnada de olor a este. Ante mis acaloradas protestas, Gregorio resolvió poner unos manojos de paja entre el pescado y mis mantas.
De allí bajamos por un camino empinado que por la lluvia estaba muy resbaloso, y yo, con el estorbo del encauchado y la escopeta, seguí siendo víctima de mi doctrina de sumisión pasiva. Pero por fin llegué a la llanura sin haberme caído ni una sola vez, y me dirigí directamente a la casa del señor William Gooding, quien tuvo la gentileza de acomodar mi equipaje en una casa que tenía desocupada, y a mí en su propia casa y mesa, despojando así a la Negra Francisca de su presa legítima. A todo viajero que llega a Guaduas lo mandan donde esta mujer emprendedora, quien se encarga de darle posada, comida y conseguirle bestias para seguir el camino; y lo importante es que siempre las consigue, si no a la hora exacta, muy poco después.
Según lo acordado con don Diego Tanco, dejé la montura en casa de su primo, el señor Gregorio Tanco. Este dirige una escuela en Guaduas, pero no estoy muy seguro de que las impresiones y recuerdos que tengo de ella sean exactas, porque son completamente diferentes a lo que he visto desde entonces. En primer lugar, en la escuela recibían niñas, o al menos eso fue lo que le entendí a las del señor Gooding, quienes me contaron que ellas iban allí a aprender, entre otras cosas, a coser. Yo ya conocía el verbo cocer, pero era la primera vez que oía coser, así que estuve a punto de agregar otra inexactitud más al recuerdo equivocado que tengo de esa escuela. En segundo lugar, en ninguna parte de la Nueva Granada he visto que un hombre tenga nada que ver con una escuela para niñas; en tercer lugar, a la escuela iban muchachos, y ahora que conozco mejor las costumbres del país, no creo que en ninguna parte se permitan escuelas mixtas. Por último, tuve la impresión de que era una escuela buena. Pensándolo bien, lo que debía pasar era que las hijas del señor Gooding iban a estudiar a la sala de la señora de Tanco. En Guaduas también hay una escuela pública para mujeres, pero no entré a conocerla.
Cuando el peón entregó la montura y la carta que la acompañaba, quise pagarle y llamé, “Gregorio”. El señor Tanco, del que me acababa de despedir, volvió a salir pensando que lo estaba llamando a él. Entonces me di cuenta que era tocayo de mi peón, es decir, que ambos tenían el mismo nombre. El apellido lo usan poco y a veces emplean la palabra tocayo como vocativo; así, por ejemplo, cuando Cristóbal Vergara llama a Cristóbal Caicedo, no le dice el nombre sino tocayo.
Al pagarle a Gregorio tuve un malentendido por no comprender el significado de “suelto”, que quiere decir plata suelta, menuda. El insistía en que le diera suelto, porque las mulas no habían comido bocado en tres días —cosa que creo hoy en día— y porque su casa estaba muy lejos de la población, y yo pensaba que lo que quería era sacarme más dinero. Le dije que ya le había pagado lo convenido y además de eso, su peaje y el transporte del pescado. Creo que pagué seis dólares o tal vez cinco por el alquiler de tres mulas y los servicios del peón. Y sin que yo acabara de entender lo que quería Gregorio, nos separamos.
La semana que pasé con la familia Gooding fue el primer episodio feliz de mi peregrinaje. Algunos de los hijos hablaban inglés y me dieron clases de español, que tal vez son las más agradables de todas las que he recibido. En su mesa aprendí el significado de la palabra guarapo, nombre de una bebida fermentada hecha con azúcar y parecida a la sidra en cuanto al sabor y propiedades. En el Valle del Cauca la palabra se refiere al jugo de caña, fresca o hervida. El guarapo es una bebida barata para peones, dieciséis litros valen un real; pero en las ventas de los caminos, los señores, que tampoco la desprecian, la pagan al doble.
La Nueva Granada tiene tres clases de cárceles de acuerdo con la clase de ofensa del acusado: las de trabajos forzados, el presidio y la casa de corrección o de reclusión. A las dos primeras envían a los hombres, mientras que las mujeres y los jóvenes van por períodos más largos a las casas de reclusión. En Guaduas está una de las dos que hay en Nueva Granada y gracias a la amabilidad del General Acosta, jefe político en aquel momento y la única persona que podía autorizar visitas al establecimiento, pude recorrerlo todo. Antiguamente el edificio había sido un convento franciscano fundado en 1606, el cual, por la clase de construcción, se puede adaptar muy bien para cárcel sin hacerle ninguna reforma. Casi todos los edificios públicos de la Nueva Granada, con muy pocas excepciones, fueron originalmente conventos o edificios de los que se habían apropiado los frailes.
En la casa de corrección encontré a las reclusas haciendo cigarros y cajas para estos con la madera que otras cortaban con un serrucho. Daba la impresión de que la disciplina era excelente y la carcelera sabía su oficio. Sin embargo, me atreví a criticar uno de los castigos, porque me pareció excesivamente duro para las presas más sensibles y menos depravadas, pues consistía en encerrar a estas en el ataúd público, o sea en el que llevaban al cementerio el cadáver de los pobres.
Algunos de los casos de las mujeres en la Casa de Corrección serían dignos de figurar en un catálogo de crímenes. Me mostraron una que en conspiración con un sacerdote asesinó a un hombre a quien había servido como ama de llaves; habían planeado que ella heredara la fortuna para repartírsela luego, y el cura declaró que los había casado en secreto poco antes de que el hombre muriera.
Una mujer y su hija estaban en la cárcel pagando las crueldades más atroces practicadas a unas pobres desgraciadas que cayeron bajo su poder y a las que torturaban sin motivo. Algo parecido leí que había sucedido en Nueva Orleáns, pero cometieron el error de dejar en la puerta del hospital a una de las víctimas mutiladas, convencidas de que no podría hablar. Dicen que después de que estaban en la cárcel encontraron un esqueleto en una de las paredes de la casa del par de mujeres.
En Guaduas vivió el padre del escritor más conocido de la Nueva Granada, el coronel Joaquín Acosta. Aunque en los libros siempre aparece como coronel, era general cuando murió. El coronel Acosta hizo mucho por la geografía y la historia del país, especialmente cuando fue embajador en París, donde recopiló y tradujo al español gran parte de las memorias de Boussingault. También resumió y reeditó El Semanario, único periódico científico que se ha publicado en la Nueva Granada. Instalé en la torre de la iglesia de Guaduas el único reloj que conozco en este país que tenga las dos manecillas, y parte de su valiosa biblioteca es hoy patrimonio nacional. Su viuda, una dama inglesa, aún reside en Guaduas, y me contaron que las inmensas propiedades del padre del coronel están repartidas entre su familia y un hermano medio, otro general Acosta.
El general Acosta tiene fama de ser muy rico y es una lástima que haya llegado al ocaso de su vida sin haber contraído matrimonio, algo desafortunadamente muy común en la Nueva Granada. Es uno de los hombres más hospitalarios que he conocido. Steuart comenta que “mucha gente acostumbra aceptar la hospitalidad del General Acosta para después desacreditarlo”, ejemplo que él mismo sigue, pero que yo no podría imitar.
El general me invitó a una comida típicamente granadina. Entre los platos demasiado numerosos y raros para poder describirlos todos, recuerdo uno llamado bollo. En el primer momento pensé que se trataba de una raíz blanca, tierna e insípida, pero resultó ser una masa de maíz que se envuelve en las brácteas del maíz y luego se hierve.
Llegué a Guaduas al final del verano, época poco propicia para el botánico. Hice una excursión por la banda norte del río que atraviesa el valle, con la intención de cruzarlo mucho más arriba y regresar por el camino que bordea la otra orilla. Caminé hasta un sitio donde anteriormente existió un rancho y todavía se veía la acequia por la que los dueños habían traído agua de la quebrada; desde allí el camino por el que pensé regresar estaba apenas a unos diez metros, pero no tenía el machete y gasté casi una hora intentando abrirme paso entre los matorrales. Finalmente, como ya entraba la noche, me di por vencido y resolví regresar dando un inmenso rodeo por unas lomas quebradas y ásperas hasta llegar a la población.
Hablando de Guaduas debo referirme a la guadua, que en la Nueva Granada es la planta más útil después del plátano, de la caña y del maíz. Podría llamarla el “árbol de la madera” porque sirve para hacer casi todas las construcciones que no sean de ladrillo, tierra apisonada o de piedra, éstas últimas muy escasas. Además reemplaza la obra de madera en las casas y, por lo general, se utiliza en todas aquellas cosas en las que nosotros empleamos tablas de madera. La guadua es una planta inmensa, muy parecida al bambú del oriente tropical, pero menos alta, crece solo unos treinta o cuarenta pies. Tiene el follaje tan hermoso y delicado, que comparado con el de los otros árboles parece el plumaje de un ganso al lado del de un avestruz. El tronco mide aproximadamente seis pulgadas de diámetro por uno de grueso, con nudos cada veinte pulgadas.
Rajando el tronco en cuatro, seis u ocho partes, se sacan estacas y tablillas. Para hacer tablas que sirvan como mesas, bancos y camas rústicas se abre el tronco y se aplana, rajándolo a cada pulgada a lo ancho, pero teniendo cuidado de que no se separe completamente por las hendiduras. Cortándolo arriba y abajo de los nudos sirve como plato, candelero, recipiente para manteca y como jarra improvisada para cargar agua. A estos recipientes de guadua los llaman tarros y los hay dobles para acarrear agua con destino a toda la familia. En este caso cortan un pedazo de tronco más grande, que tenga dos secciones, un nudo en cada extremo y otro en la mitad, y le abren un hueco en el nudo de arriba y en el de la mitad. Si se utiliza el tarro para llevar melaza, lo tapan con un tarugo o con una naranja. Los tarros pequeños, hechos de una sola sección, sirven para guardar remedios, como el aceite de ricino. Es decir, la guadua tiene innumerables usos y la utilizan también al norte del país, como en Sabanilla; cerca de Cartagena se produce igualmente, aunque no tan bien.
El tallo de la guadua es grueso desde la base, pero las secciones entre los nudos son más cortas. Algunas guaduas tienen ramas largas, desparramadas y llenas de espinas; en otras el diámetro máximo de los troncos no pasa de dos pulgadas, y éstos los cortan para tumbar naranjas, las cuales se pudren si no son bajadas del árbol, porque no se caen cuando están maduras.
Las secciones de la guadua contienen agua y aquí creen equivocadamente que las fases de la luna influyen en la cantidad de agua. Dicen también que a veces se encuentran piedras en los nudos; quizá sea cierto, pero yo nunca vi ninguna y hasta que no lo compruebe lo pondré en duda. El único caso que tuve oportunidad de investigar no probó nada porque la piedra resultó ser común y corriente.
Otra característica de la guadua que vale la pena mencionar, porque es poco común en la vegetación tropical aunque si muy general en Norte América, es que tiende a monopolizar completamente los terrenos donde se produce. En nuestro país es normal encontrar un bosque natural, de una milla cuadrada, con solo pinos, robles o hayas, o hectáreas con la misma especie de hierba, arándano o cualquier otra clase de planta. Pero en el trópico es muy distinto. Aquí las plantas no son gregarias y son mucho menos exclusivas. Es cierto que hay guayabales naturales, donde en un área bastante extensa la mayoría de los árboles son Psidium; pero esto no es lo común; por lo general no se puede esperar encontrar juntas varias plantas de la misma especie. Por ejemplo, si uno ve un limero y quiere encontrar otro, da lo mismo buscarlo cerca que lejos. En cambio, el guadual cubre una extensión considerable de terreno, casi siempre al lado de una quebrada, y se da en forma tan tupida que no queda espacio para que crezca prácticamente ninguna otra planta. El cultivo de la guadua podría dejar grandes utilidades, pero apenas sé de un caso en que se cultiva para negocio. La flor y la semilla de la guadua son tan escasas que muy pocos botánicos las conocen.
Una noche las niñas del señor Gooding me mostraron unos insectos coleópteros luminosos, aproximadamente de una pulgada de largo, que aquí llaman cocuyos. El Elater ocellata nuestro se parece mucho en tamaño y forma, pero no en luminosidad. Las niñas los habían metido en un pedazo de caña al que le habían abierto una cavidad para cada bicho, de manera que las paredes de la cárcel les servían de alimento. Cuando no están descansando alumbran continuamente con una lucesita que no es más brillante que la intermitente de los Elater,pero la de los cocuyos tiene dos colores diferentes y muy bellos, rojo y verde amarillento. No sé si la diferencia del color en la luz dependa del sexo. Mucha gente cree que los cocuyos se acercan cuando uno les silba, pero los experimentos que presencié en el Cauca para probar el fenómeno produjeron el efecto contrario. Me parece que el cocuyo es el Elater noctíluca.
Pasé el domingo en Guaduas y desde el amanecer la plaza al frente de la iglesia estaba casi llena de campesinos de todos los matices, desde el indio y el negro puros hasta el blanco, y traían una variedad increíble de productos de todos los climas. El mercado dominical es una molestia para cualquier familia decente, pero para nadie es tan ofensivo como para el señor Haldane, de El Palmar, cuyo solo nombre hace pensar en un escocés presbiteriano muy rígido. El señor Haldane le solicitó al arzobispo Mosquera que suprimiera el mercado dominical en Guaduas; éste le contestó que era el mejor día para el mercado, pues los campesinos no tenían tiempo de bajar al pueblo dos veces y porque además, siendo día de fiesta, podían aprovechar para oír la misa. Y burlándose de los escrúpulos del buen escocés, el arzobispo le puso el apodo de “Obispo de Guaduas".
Ese domingo fue la primera vez que asistí a misa en la Nueva Granada, porque las otras ocasiones había llegado demasiado tarde. Me acompañó una de las niñas del señor Gooding. Esta dejó el sombrero en la casa y se puso un chal negro sobre los hombros con el cual, al llegar a la iglesia, se cubrió la cabeza; luego entró y se sentó en el suelo. Me dolió ver a una niña tan amable e inteligente identificada en vestido y en actitud con la gente que la rodeaba. Los hombres nunca se sientan en el suelo; si hay bancas en la iglesia, son exclusivamente para ellos; si no, oyen la misa de pie; las mujeres nunca se paran. En ciertos momentos todo el mundo debe arrodillarse y el que no lo haga es considerado como un impío; en esos mismos instantes repican las campanas y las gentes que están en el mercado se descubren. El protestante que no se quita el sombrero se expone a que le arrojen cosas, aunque la ley lo protege. Hasta donde yo sé, ningún protestante residente en la Nueva Granada ha intentado oponerse a estas exigencias supersticiosas. Claro que un viajero como yo puede ignorar algunas costumbres sin que la gente se ofenda; me parece que esta tiene todo el derecho a exigir que nos descubramos en la iglesia, aunque en el caso de la señora que lleva una gorra al estilo europeo puede ser a veces incómodo quitársela.
Antes de entrar a describir la misa vale la pena observar que la iglesia de Guaduas es muy parecida a todas las que he visto en la Nueva Granada; además del altar principal, fastuoso y magnifico, hay a los lados otros menos llamativos que tienen cierto parecido a una repisa de chimenea muy ornamentada. A muchos de estos altares laterales se les atribuyen méritos específicos. En cada uno hay generalmente una imagen o un cuadro cubierto por una o dos cortinas que se enrollan en lo alto al jalar una cuerda. Todas las imágenes son pintadas en un intento de darles vida y a menudo están vestidas en la forma más absurda que uno pueda imaginar. Muchas veces a los cuadros les pegan joyas y adornos, lo cual acaba con el mérito artístico de los pocos que valen la pena. Hay un crucifijo que choca especialmente, porque da la impresión de que lo pintaron completamente desnudo, y luego alguien escandalizado resolvió coserle encima un pedacito de muselina. Sin embargo estoy seguro de que si se la quitaran, debajo habría otra tela pintada.
La misa es el punto clave del antiguo culto romano, en una época tan esplendorosa. Teóricamente se supone que en la misa se recrea el cuerpo de Cristo por el poder especial conferido al sacerdote en su ordenación. Ese cuerpo se considera divino, no humano, Dios mismo y no hombre. La misa consiste en comer ese cuerpo. La ceremonia de la misa presenta pequeñas variaciones de acuerdo con la época y estación del año, en cuanto al color de lasvestiduras del sacerdote y a algunas de las palabras que lee; la diferencia es mucho mayor cuando es rezada o cantada, es decir, si es misa menor o misa mayor. La primera requiere solo un sacerdote y un monaguillo; pero en la misa mayor se necesitan por lo menos dos y creo que también otros celebrantes. Un sacerdote que sepa bien el latín puede decir la misa en veinticinco minutos; pero la misa cantada toma hasta dos horas, aunque básicamente el programa y las ceremonias de las dos son las mismas.
La preparación a la misa se lleva a cabo en una pieza adjunta al altar, la sacristía, que casi siempre tiene salida a la calle por el rincón de la derecha. Únicamente conocí una que estaba detrás de la iglesia y debajo del techo principal, no de uno lateral, como generalmente está. El sacerdote se lava las manos y se viste mientras reza algunas oraciones; luego sale de la sacristía, ya ataviado y llevando una copa que es siempre de oro o dorada por dentro, el cáliz, y encima de éste un plato de plata, la patena, que parece como si fuera la tapa, y sobre ella algo que parece un pequeño libro delgado y un lienzo bordado. Estando al lado derecho del altar, cerca a la sacristía, el sacerdote, entre las muchas cosas que lee y dice, lee parte de una epístola. Después pasa al otro lado, donde, además de otras tantas lecturas, recita el evangelio. Por esto es que a veces llaman el lado izquierdo de un caballo, el del evangelio.
Después se coloca el misal en forma oblicua para que el sacerdote, de pie en el centro del altar, pueda leerlo. Acto seguido le quita la cubierta al cáliz y resulta que el librito es una tela doblada, la desenvuelve y adentro encuentra una oblea blanca, del tamaño de un sello notarial, con una cruz impresa, que pone sobre la patena. También saca de la copa una cucharita que parece para servir sal y una pala de tamaño mínimo para recoger boronas, ambas de plata. Limpia cuidadosamente la copa, la vuelve a tapar y regresa otra vez a la derecha del altar (el lado de la Epístola). En seguida el monaguillo toma una jarrita que hay en una bandeja del tamaño de una para pasar rapé, la pone debajo de las manos del sacerdote y le vierte agua sobre los dedos. Luego derrama en el piso la que queda en la bandeja, el sacerdote se seca los dedos en una pequeña toalla, se la entrega al monaguillo y éste la besa.
Después el sacerdote procede a leer las palabras de la consagración y la oblea se convierte en hostia, es decir, según la creencia, en Dios. El sacerdote se arrodilla y la adora, luego se levanta y todavía de espaldas a los fieles eleva la hostia para que estos puedan adorarla. El monaguillo toca la campana del altar y todo el mundo se arrodilla; muchas veces también repican las campanas de la torre, y si frente a la iglesia hay gente, lo menos que esta debe hacer es quitarse el sombrero, aunque esté lejos y ocupada en sus negocios. Después de elevar la hostia, el sacerdote levanta el cáliz, en el cual vertió antes una copa de vino. Durante todo este tiempo se hacen las demostraciones más ruidosas; el órgano toca música alegre, marchas, danzas y valses, y si en la plaza hay un cañón o un pelotón de soldados, disparan las armas. A veces lanzan al aire unos voladores llamados cohetes, que se elevan y estallan con un ruido como el disparo de una pistola, y el olor de la pólvora entra en la iglesia y se mezcla con el del incienso. Los soldados formados pueden quedarse con el quepis puesto y el organista permanece sentado, y aunque los protestantes pueden también seguir sentados o de pie, esta actitud molesta tremendamente a los devotos que, si por ellos fuera, los harían arrodillar a la fuerza, si la ley lo permitiera.
Después de la elevación el sacerdote parte la hostia en tres partes, pone una en el cáliz y se come las otras dos. Recoge cualquier migaja real o imaginaria de la hostia con la patena, si no tiene paleta, y las echa en el cáliz. Bebe el vino, se enjuaga los dedos, primero con vino sin consagrar y después con agua y luego bebe uno y otra para asegurar que ninguna de las partículas de la hostia se queda sin llegar a su destino. Inmediatamente lava el cáliz, vuelve a poner la cucharita y la pala en su sitio y después de otros rituales termina la ceremonia.
Se prolongaría demasiado este relato al describir los pasos de los monaguillos en las misas cantadas. En realidad es mucho lo que ellos deben aprender: echar el incienso, llevar de un lado a otro los dos ciriales (el cirial es una vara larga de plata con un cirio en el extremo), alzar el extremo o borde de la vestidura del sacerdote cuando éste se arrodilla, derramarle el agua sobre los dedos, pasarle la toallita, tocar la campana, contestar las oraciones, pasar el misal de un lado a otro del altar, cantar parte del servicio religioso; en fin, es todo un oficio.
La misa rezada se puede decir en el mismo tiempo que toma leer esta descripción; en cambio, la cantada es larguísima; el sacerdote canta todas las palabras y el coro entona las respuestas que en la rezada reza el monaguillo. Por esta razón, la mayoría prefiere asistir a la misa rezada. Varias veces durante la misa el sacerdote se vuelve hacia los fieles y dice: Dominus vobiscum —la paz sea con vosotros—. (sic) (2), y éstos responden: Et cum spiritu tuo —y con tu espíritu—. Durante la confesión, al principio de la misa, los feligreses se dan tres golpecitos en el pecho y si la concurrencia es grande, es impresionante el ruido extraño y hueco que llena la iglesia. Al final el sacerdote termina la misa con las palabras Ite, missa est —idos, la misa ha terminado—; (sujeto: concio, la asamblea ha terminado). De esta expresión se deriva la palabra inglesa mass, la latina missa y la española misa.
También visité el cementerio de Guaduas, que es bastante amplio, rodeado de un muro y con una capilla en el centro. A la mayoría de los muertos los sepultan en la tierra, pero los ricos tienen tumbas en bóvedas que parecen hornos. Recuerdo una en que habían sepultado a un hombre, y debajo estaba otra bóveda bostezando en espera de la viuda. Vi también la de Acosta, tan lamentado por el pueblo, con una lápida de una piedra rosada muy bella, que si resistiera el clima sería muy admirada en nuestro país para utilizarla en monumentos.
En Guaduas utilizan muy poco los ataúdes. En la capilla del cementerio vi dos, pintados de negro y con el dibujo a cada lado de una calavera sobre dos huesos cruzados, iguales a los que había visto en la cárcel. También vi en el suelo pedazos de los féretros improvisados en que llevan a los niños muertos, y en un rincón una almohadita y unos trapos, lo cual me conmovió profundamente. En comparación con otros, este cementerio es bastante bueno, probablemente fue obra del Coronel Joaquín Acosta.
Me falta describir la fuente que hay en la plaza de Guaduas. Parece más bien un monumento y está rodeada de un muro de aproximadamente tres pies de altura. Al frente y en los dos extremos están las bocas de unos tubos de hierro por donde brotan chorros de agua clara, traída de la loma vecina por una especie de acueducto abierto, que llaman acequia. A la fuente le dicen pila, lo mismo que a la fuente bautismal.
Las aguadoras van a la fuente con tina múcura grande de barro apoyada en la cadera y una caña larga en la mano; ponen la primera en el muro, y el extremo de la caña, que casi siempre tiene en la punta un cacho, lo colocan en la boca del tubo de hierro para llenar de agua la múcura. Cuando las muchachas que esperan ven que esta ya está casi llena, pelean para ver cuál de ellas será la próxima en poner el extremo de la caña en el chorro y llenar la vasija.
Al llegar a la casa vacían el agua en la tinaja, la cual es un recipiente mucho más grande y con boca ancha. Todas las casas tienen un arco de ladrillos cocidos que se llama tinajera, que está por lo general en el corredor y con huecos donde ponen dos o tres tinajas. Podría decirse que la tinajera tiene para el círculo familiar la misma importancia que el fuego sagrado en los países nórdicos, y que, por lo tanto, en la Nueva Granada la traducción de “Pro aris et focis” debería ser “por la alacena de los santos y por la tinajera”.
Guaduas está situada exactamente a 1.000 metros sobre el nivel del mar, es decir a 3.281 pies. Tiene una temperatura promedio de 74º, con muy pocas variaciones, y si no fuera por la humedad, no habría en el mundo clima más delicioso. En la población hay algunos casos de bocio, pero creo que tomando un poco de agua yodada diariamente se evitaría o se curaría la enfermedad. Aquí lo llaman coto, y al enfermo cotudo. Me pareció observar un caso de cretinismo, pero a lo mejor se trataba de idiotez común y corriente.
Pero llegó el momento de decirle adiós a Guaduas y es una muestra curiosa de cómo influyen las costumbres de un país en las del viajero el que esa vez me despedí de las niñas, a quienes tanto cariño les había tomado por su carácter amable, afectuoso y maneras delicadas, dándoles un beso. En cambio, después de más de un año de viajar y conocer la vida granadina, para mi gran alegría las volví a ver y saludé con la misma efusividad, pero esta vez dándoles un abrazo. No es que el beso no se utilice nunca en la Nueva Granada como forma de saludo, pero abrazarse es la regla en caso de una larga ausencia, ya sea entre iguales, con inferiores o con superiores y entre el mismo sexo o con los del otro. Más adelante veremos ejemplos de esta costumbre.
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Tomado de:
      
http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/historia/nueveint/nueve8b.htm

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